lunes, 13 de marzo de 2017

Un paseo por la vida monástica: El monje, la monja.

Es una persona que se agarra a Cristo como a la auténtica realidad de su vida.

Por tres veces lo dice san Benito:
“Nada anteponer al amor de Cristo” (Reg. cap. IV)
“Los que nada estiman tanto como Cristo” (cap. V)
“Nada absolutamente prefiera a Cristo” (cap. LXXII)

La vida de todos los cristianos debe afirmarse en Cristo Jesús. Es cristiano quien vive en Cristo. Quien ha llegado a convencerse de que Cristo es su vida.

Pero ese apoyo debe ser aún más necesario, diríamos que más exigente y total, más exclusivo, para un alma contemplativa.

Su relación se hace muy personal, muy directa, íntima.

Cristo está ante él en todos los actos, en todos los momentos de su vida.

Y en el cumplimiento total de su santa voluntad.

El monje, la monja sigue a Cristo en su obediencia "a una regla y un abad" pues "El abad hace las veces de Cristo en el Monasterio" (Reg. cap II)

Cuando Dios llama a un ideal tan elevado, lo hace con una enorme delicadeza.

Un comienzo de alusiones e insinuaciones que concluye en el permanente fluir de una voz casi imperceptible y no obstante sutil y penetrante.

Cuando Dios llama a la vida monástica, cuando invita al hombre a iniciar con El ese gran diálogo que es una vida entera de oración, suele extremar al máximo el respeto que siempre tiene a nuestra libertad.

Pero siempre es Dios quien facilita nuestra respuesta. La vocación del monje suele ir acompañada de ciertas disposiciones a la vida contemplativa. Sin las cuales la vida monástica es tan sólo una invitación al despiste y a la pereza.

Fundamentalmente son dos:
Ha de ser hombre de fe. Lo que quiere decir que sepa gustar del gozo de la fe.
Y ser un hombre de oración. Que contra las tentaciones del activismo y de la agitación, sienta el alto valor religioso de la pura oración de alabanza.

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